sábado, 8 de diciembre de 2012

Tormenta de otoño



En vez de regresar por la autopista Álvaro prefirió dar un rodeo y tomar la antigua carretera que circunda el bosque; un trayecto algo más largo pero también más agradable.
Al echar un vistazo al cielo divisó negros nubarrones que se acercaban amenazadores; por la ventanilla medio abierta percibió un golpe de aire frío y húmedo que le sacudió las mejillas y le alborotó el pelo obligándole a cerrarla; era uno de aquellos días que a mucha gente entristecen, pero que a Álvaro, sin embargo, le sumían en un estado de lánguida tranquilidad muy placentero.
Como la prisa no le apremiaba decidió abandonarse al placer extraordinario de hacer las cosas con calma. En la cima de un repecho encontró un café de carretera, desde cuya terraza se disfrutaba de espléndidas vistas sobre aquellos frondosos parajes. Allí detuvo el automóvil, junto a la puerta de entrada, y una vez en su interior se sentó en una mesa cercana a un ventanal, tras cuyos cristales empañados una suave llovizna difuminaba el paisaje y empapaba el suelo y las plantas del jardín, avivando el color de las violetas y las dalias silvestres, desperdigadas en derredor sin orden ni concierto.
Álvaro se regocijaba del instante. Saboreando el coñac que acababa de servirle el camarero, encendió un cigarrillo y fumó plácidamente mientras veía caer la lluvia desde el porche acristalado. Pagó la consumición y volvió corriendo al coche en el momento en que arreciaba el aguacero.
Por aquel camino la ciudad distaba apenas tres kilómetros a través de una estrecha carretera que se interna en el bosque y serpentea entre los álamos para evitar las quebradas. En los días de buen tiempo era un placer escuchar el trino de los pájaros y percibir el colorido encarnado de las copas de los árboles. Entonces, con suerte y un poco de atención, se pueden ver ardillas y garduñas jugueteando veloces por sus ramas, y al azor sobrevolando majestuoso el límpido cielo azul de la montaña.
Ahora las hojas caídas cubrían el bosque de una alfombra esponjosa de tonos terrosos y naranjas. Con la lluvia cesaban los cantos de los pájaros y todo lo inundaba el rumor crepitante de millones de gotas estrelladas contra el suelo, y el viento silbante penetrando impetuoso entre las ramas y los troncos chorreantes de los árboles.
Al abandonar el bosque, el camino desciende por una suave colina a cuyo fondo, tras un recodo, se levanta el Pueblo Viejo alrededor de la torre oscura de su imponente y vetusto campanario.
Álvaro deja atrás una rotonda y se introduce en un laberinto de callejuelas estrechas de casas bajas con las puertas y postigos cerrados a cal y canto. Por los tejados se precipitan cortinas de agua que se estrellan contra el suelo, y en ocasiones anega el parabrisas impidiendo la visión por un instante. Justo al alcanzar la vieja plaza comprueba que está escampando; al bajar la ventanilla percibe un aroma conocido, de bizcocho, canela y azúcar quemado. Desde el coche divisa la panadería de donde proviene el aroma, y a través de los cristales, en su interior, la figura de una mujer hermosa que le está mirando y a la que él también mira durante apenas un instante para después continuar la marcha. Enseguida la lluvia cesa por completo y la gente vuelve a tomar las calles con el bullicio acostumbrado y el ánimo más fresco y limpio, exactamente igual que el ambiente que respira la ciudad después de aquella efímera aunque hermosa tormenta de otoño recién llegado.


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