Como persona
acostumbrada al estrado, la discusión y la dialéctica, Alicia hablaba deprisa y
con soltura. Manteniendo los brazos cruzados, su mano derecha gesticulaba
ágilmente acompañando y marcando inflexiones o enfatizando cada palabra.
—Me ha llamado la atención la valentía con que se ha referido a las
“mafias de la emigración” y otros términos por el estilo —comentó consciente de
que ese tema sería del interés de Marta—. Decía que a la propaganda oficial le
viene bien criminalizar todo aquello que no puede controlar, y que algunas
veces lo que se pretende no es más que confundir a la gente. En su opinión,
ante la inhibición de los estados a la hora de encauzar el problema, las rutas
de la emigración en ocasiones constituyen auténticos corredores humanitarios a
través de los que miles de personas escapan de unas condiciones de necesidad,
sufrimiento u opresión inimaginables para la mentalidad occidental. Sostenía
que los estados occidentales criminalizan a estas organizaciones al mismo
tiempo que confraternizan y mantienen relaciones diplomáticas y comerciales con
países cuyos gobiernos son peores que cualquier mafia.
—Son ideas que a todos nos rondan y que plantean profundos problemas
morales y de conciencia —reconoció Marta.
—Sí, pero sin ningún efecto práctico —continuó animada la Montalvo, que
pasó a exponer sus propios pensamientos—; y cuando se toman medidas a veces es
peor. Cuando un tirano se nos hace absolutamente insoportable le montamos una
guerra, pero no pensamos en la gente inocente que se ve envuelta y sufre
nuestra decisión. Nuestra mayor preocupación es que no vengan a molestarnos, a
contaminar nuestro acomodado modo de vida occidental. Por eso llamamos
criminales a las organizaciones que canalizan la inmigración hacia Europa; no
porque cobren dinero a cambio de un viaje suicida, eso sinceramente creo que no
es lo que nos preocupa; es falso e hipócrita humanitarismo. Las llamamos mafias
criminales porque nos hacen daño donde más duele, plantándonos el problema
delante de nuestras narices, en la puerta de nuestras casas.
Alicia era vehemente y directa al exponer sus convicciones, y a veces
dramatizaba en exceso. Marta, no obstante, la escuchaba atentamente y apreciaba
el fondo de razón que latía en algunas de sus consideraciones. Sin embargo, el
problema era muy complejo e indudablemente planteaba cuestiones muy diversas.
¿Cómo no juzgar como criminal a quienes cada año embarcaban a centenares de
personas cargadas de ilusión que, sin embargo, acababan su aventura arrojados
sin vida en la arena de una playa?
—¿Has asistido alguna vez al levantamiento del cadáver de un bebé
encontrado en una playa?
—Sí lo he visto Marta, y es una experiencia impresionante e imborrable.
—¿Y no piensas que detrás hay responsables?
—Claro que lo pienso, pero ¿hasta dónde alcanzan las responsabilidades?
¿Quiénes son los responsables? ¿Nos quedamos en el patrón del bote que no quiso
acercarse a la orilla de la playa? ¿O tal vez lo sea el intermediario que cobró
el precio del pasaje; o quien se llevó la mayor parte del dinero? ¿O fue,
quizá, el policía marroquí, comprado, que hizo la vista gorda en la playa? Y
podríamos seguir tirando de la cuerda. Pero yo me pregunto también ¿Y si
nuestras leyes sobre inmigración, las europeas, no fueran tan restrictivas? ¿Y
si nuestras leyes aduaneras, en vez de impedirlo, facilitaran la importación de
productos desde los países de donde vienen esos pobres desgraciados? ¿Y si
Europa se comprometiera de verdad en la ayuda al tercer mundo? Tal vez hacerlo
nos supondría algunos inconvenientes, o tal vez no. Pero seguramente no
estaríamos recogiendo cada año centenares de cadáveres de nuestras playas.
De mi novela Una Luz más allá del horizonte.
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