lunes, 31 de diciembre de 2012

Lepanto


 La mañana del siete de octubre ambas escuadras se encontraban desplegadas frente a frente. Apenas despuntado el alba la nave capitana turca disparó una de sus piezas invitando a la batalla; antes de que pasara un minuto respondió con un estruendo la capitana cristiana. El combate era inminente pero aun daría tiempo a las arengas y a poner en paz las almas. En cada nave cristiana frailes capuchinos y jesuitas oficiaron misas a las que, apiñados sobre las crujías y los puentes, marinos y soldados asistieron devotos y graves, muchos de ellos de rodillas. En la soflama los frailes les recordaron que luchaban en una cruzada; que la muerte en la batalla no era más que una puerta que el cielo les abría; en la lucha, se les dijo, la victoria sería generosamente recompensada, en el caso de los galeotes llevados como forzados, con la ansiada libertad y el perdón de todas sus culpas.
El ataque lo inició la escuadra turca, que avanzó galeras y galeazas por el flanco izquierdo, queriendo romper las líneas y atenazar al enemigo por la espalda. Las naos cristianas se revolvieron y lograron ponerlas en retirada hacia la costa, donde algunas quedaron varadas en aguas bajas. El combate se desplazo hacia el centro de las escuadras, donde se enfilaron las dos naves capitanas. Fue también la turca la que tomó la iniciativa, lanzando su galera Sultana contra la Real española. Al hacerlo erró en el golpe y se enzarzaron los espolones; la nave turca embicó y se escoró demasiado ofreciendo su cubierta a la artillería española, que comenzó a lanzar andanadas que causaron enormes bajas y daños irreparables. Las dos naves quedaron trabadas y sus tripulantes y soldados emplazados a batirse en un feroz cuerpo a cuerpo. Con sus garfios, otras galeras de ambos bandos se unieron a los costados, quedando de tal modo todas ellas apiñadas. Se combatía en mitad del mar pero se luchaba como en la tierra, donde el ímpetu de los Tercios Viejos marcaban una diferencia incontestable; las ballestas de los turcos poco podían hacer frente al fuego de arcabuz de los cristianos. Animados por los oficiales, los galeotes abandonaron los remos y subieron a luchar a los puentes y las cubiertas. Las escenas eran de una violencia inenarrable; fogonazos de arcabuz reventando los cuerpos; sables que mutilaban brazos al primer golpe; charcos de sangre sobre los que resbalaban los soldados; el impacto de las bombas que lanzaban sin cesar los galeones apostados a una milla de distancia. Enseguida la superioridad cristiana fue patente y pronto la Media Luna se vio arriada de la Sultana, lo que, al ser visto, provocó el júbilo cristiano y la zozobra y desesperación de los musulmanes. En el castillo de popa de la Sultana varios soldados acorralaron a su almirante, que sable en mano todavía intentaba defenderse. Por la espalda y colgándose de una jarcia le vino del cielo un galeote cristiano haciéndole caer al suelo; allí el mismo le arrancó la cabeza de un solo golpe de sable; después, cogiéndola por los pelos fue a ofrecérsela a don Juan de Austria, quien la ensartó en la punta de su espada y, exhalando un grito de rabia, la alzó al cielo para que todos la vieran, antes de lanzarla al mar con un gesto de desprecio.
No había pasado una hora cuando el triunfo ya se había decidido, si bien todavía continuaban encarnizados los combates, que se habrían de prolongar por toda la mañana. Ambas artillerías seguían castigándose, y el estruendo ensordecedor de las descargas se mezclaba con el fragor de los gritos con que se animaban o lamentaban su dolor los combatientes. Al ver el cariz que tomaba la batalla, en las galeras turcas los cautivos cristianos se amotinaban y tomaban el mando de aquellas mismas naves en que habían penado durante años; la saña de la venganza en estos casos resultaba espeluznante.
En una secuencia regular las naves turcas se iban rindiendo y sus oficiales y muchos de sus marinos y soldados eran inmediatamente ejecutados; a otros se les hacía prisioneros recluyéndolos en bodegas atestadas. El cielo se había tiznado de un espeso color negro, y el olor a sangre y pólvora impregnaba el ambiente, dejando una extraña sensación agridulce en la nariz y en las gargantas. Galeras y galeones incendiados dibujaban la desolación de la guerra en el horizonte, y sobre el mar infinidad de restos de los destrozos flotaban a merced de las corrientes.
Al caer la tarde se levantó una suave brisa de poniente que poco a poco fue arreciando. Asomaron nubes amenazadoras y el mar comenzó a agitarse; el tiempo empeoraba por momentos y don Juan de Austria, con la mirada puesta en unas pocas galeras turcas que, capoteando sobre las olas, escapaban por el estrecho, dio la orden de retirada hasta el puerto de Petala, a unas pocas millas de distancia. Allí, en los días siguientes, con un mezcla de dolor y júbilo exultante y contagioso, se hizo el recuento de bajas: más de siete mil hombres por el bando cristiano; muchísimos más de veinte mil en el turco; cinco mil prisioneros hechos al enemigo y más de diez mil cautivos cristianos liberados; frente a las doce galeras perdidas o arruinadas se apresaron ciento setenta enemigas, aunque sólo medio centenar en buen estado. Los correos partieron para España, Venecia y el Vaticano; el triunfo de la Cristiandad había sido incuestionable; la temible escuadra turca dejaría por mucho tiempo de ser una amenaza.

jueves, 13 de diciembre de 2012

Pasión de sobremesa


Mientras cocinaba tomamos un poco de vino y charlamos animosamente sobre gustos y aficiones sobretodo culinarias. Manuela demostró ser toda una experta y gran aficionada a la cocina, y ya no sólo a preparar suculentos platos y delicias sino también a degustarlos, de lo que daba fe su figura rotunda y voluptuosa, prieta y firme pero también entrada en carnes.
Presumida como era, siempre iba muy arreglada, y esta vez, bajo el delantal, estaba espléndida. Mientras me hablaba a veces yo perdía el hilo y me escapaba hacia sus brazos carnosos y torneados, o me quedaba absorto contemplando sus labios cuidadosamente perfilados, o sus ojos tan vivos y expresivos que eran capaz de hablar por sí solos. Sin poder remediarlo me iba detrás de sus pechos redondos y poderosos, que presos del sujetador asomaban tersos y sugerentes, y botaban a cada movimiento como danzando dentro de su escote amplio y holgado, apenas sostenido por dos finas tiras muy livianas que resbalaban constantemente por la desnuda curvatura de sus hombros. Ella sentía el calor de mis miradas y yo que se complacía del momento. Lo notaba en la forma de hablarme y de mirarme, al inclinarse a coger algo y exagerar la procacidad de la postura que adoptaba, y en algunos sutiles roces que provocaba, sin apenas disimulo, al moverse por aquella cocina tan estrecha. Ni que decir tiene que después de tanto tiempo de abstinencia, pensar que aquella hermosa mujer se me estaba insinuando despertaba mis instintos, aunque yo, más por mor del pudor que por querer hacerlo, intentaba disimularlo adoptando una actitud comedida y recatada, si bien, sin que pudiera evitarlo, mis ojos y mis labios entreabiertos delataban a gritos mis deseos.
Cuando todo estuvo preparado nos sentamos a la mesa y disfrutamos de una comida excelente en la que sólo faltó algo de vino, pues a los dos nos gustaba y la botella sólo nos duró un momento. Después de apurar el guiso y festejarnos con los pasteles que traje, el café y un par de copas de anís pusieron un toque dulce final sumamente placentero.
Mientras comíamos hablábamos sin parar saltando de un tema a otro; de nuestros trabajos, la familia y tantos recuerdos buenos y malos que sobrevenían al evocar tiempos pasados, de la vida que habíamos llevado, pocas veces generosa y otras tan ingrata y despiadada. Al terminar de comer y encender yo mi cigarro, parecía que ya todo estaba dicho, y una espesura se apoderó del momento sumiéndonos en el silencio, cada cual meditando, como ausente, a sus adentros. 
“¿Más Café?”, me preguntó rompiendo el vacío de palabras. Asentí con un gesto y ella se levantó lentamente, perezosa, casi lánguida, para ir a la cocina a prepararlo. Me quedé ensimismado en mis propios pensamientos y la oí trajinar con los cacharros; al poco sentí que regresaba y pasaba por mi lado, entonces se paró y se me quedó mirando con una expresión de duda en el semblante. Sin apartar sus ojos de los míos los fue acercando, llevó sus manos a mis mejillas y me dio un beso apasionado; una vez se encontraron nuestros labios no querían separase, y nuestras lenguas se enredaron ansiosas y endiabladas; yo me levanté y comencé a acariciarla, y ella tiró de mí y me llevó a su dormitorio desabrochándome la camisa y sin dejar de besarme; le quité el vestido y ante mis ojos apareció un cuerpo cálido, suave y generoso, y ya desnudos los dos nos echamos a la cama. Se me encendió la pasión y quise tenerla de inmediato; ella me paró, “tranquilo Ernesto, que no se acaba el mundo ni esto es robado, despacio”, me susurró acercando sus labios a mi oído, mientras sus uñas afiladas acariciaban mi espalda y sus piernas abrazaban las mías como dos recias tenazas. Hicimos el amor con la furia del deseo largamente insatisfecho, y a la vez con la pasión de dos enamorados. Fue el momento más dulce y tierno de mi vida, incomparable a todo lo anterior, completamente distinto al sexo comprado que, a mis casi cincuenta años, era el único que hasta entonces conocía.

Este fragmento pertenece a la novela "La azarosa vida de Ernesto Valente". Si quieres leer su principio o descargártela pulsa aquí.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Tormenta de otoño



En vez de regresar por la autopista Álvaro prefirió dar un rodeo y tomar la antigua carretera que circunda el bosque; un trayecto algo más largo pero también más agradable.
Al echar un vistazo al cielo divisó negros nubarrones que se acercaban amenazadores; por la ventanilla medio abierta percibió un golpe de aire frío y húmedo que le sacudió las mejillas y le alborotó el pelo obligándole a cerrarla; era uno de aquellos días que a mucha gente entristecen, pero que a Álvaro, sin embargo, le sumían en un estado de lánguida tranquilidad muy placentero.
Como la prisa no le apremiaba decidió abandonarse al placer extraordinario de hacer las cosas con calma. En la cima de un repecho encontró un café de carretera, desde cuya terraza se disfrutaba de espléndidas vistas sobre aquellos frondosos parajes. Allí detuvo el automóvil, junto a la puerta de entrada, y una vez en su interior se sentó en una mesa cercana a un ventanal, tras cuyos cristales empañados una suave llovizna difuminaba el paisaje y empapaba el suelo y las plantas del jardín, avivando el color de las violetas y las dalias silvestres, desperdigadas en derredor sin orden ni concierto.
Álvaro se regocijaba del instante. Saboreando el coñac que acababa de servirle el camarero, encendió un cigarrillo y fumó plácidamente mientras veía caer la lluvia desde el porche acristalado. Pagó la consumición y volvió corriendo al coche en el momento en que arreciaba el aguacero.
Por aquel camino la ciudad distaba apenas tres kilómetros a través de una estrecha carretera que se interna en el bosque y serpentea entre los álamos para evitar las quebradas. En los días de buen tiempo era un placer escuchar el trino de los pájaros y percibir el colorido encarnado de las copas de los árboles. Entonces, con suerte y un poco de atención, se pueden ver ardillas y garduñas jugueteando veloces por sus ramas, y al azor sobrevolando majestuoso el límpido cielo azul de la montaña.
Ahora las hojas caídas cubrían el bosque de una alfombra esponjosa de tonos terrosos y naranjas. Con la lluvia cesaban los cantos de los pájaros y todo lo inundaba el rumor crepitante de millones de gotas estrelladas contra el suelo, y el viento silbante penetrando impetuoso entre las ramas y los troncos chorreantes de los árboles.
Al abandonar el bosque, el camino desciende por una suave colina a cuyo fondo, tras un recodo, se levanta el Pueblo Viejo alrededor de la torre oscura de su imponente y vetusto campanario.
Álvaro deja atrás una rotonda y se introduce en un laberinto de callejuelas estrechas de casas bajas con las puertas y postigos cerrados a cal y canto. Por los tejados se precipitan cortinas de agua que se estrellan contra el suelo, y en ocasiones anega el parabrisas impidiendo la visión por un instante. Justo al alcanzar la vieja plaza comprueba que está escampando; al bajar la ventanilla percibe un aroma conocido, de bizcocho, canela y azúcar quemado. Desde el coche divisa la panadería de donde proviene el aroma, y a través de los cristales, en su interior, la figura de una mujer hermosa que le está mirando y a la que él también mira durante apenas un instante para después continuar la marcha. Enseguida la lluvia cesa por completo y la gente vuelve a tomar las calles con el bullicio acostumbrado y el ánimo más fresco y limpio, exactamente igual que el ambiente que respira la ciudad después de aquella efímera aunque hermosa tormenta de otoño recién llegado.