sábado, 14 de junio de 2014

Antonio Pérez, ¿héroe o villano?



Para mí hoy es un día especial porque tras casi dos meses de reposo he comenzado a repasar un manuscrito que espero se convierta en mi próxima novela. 

Es todo un reto porque se trata de un proyecto ambicioso, pero estoy seguro de que también será una tarea excitante.

Durante los próximos meses de caluroso verano me dispongo a evocar el hermético y fascinante reinado de Felipe de II, y en parycular la convulsa historia de su afamado secretario Antonio Pérez, un corrupto de la época, traidor para unos y héroe para unos cuántos,  hoy un mero personaje tocado por la leyenda.

A lo largo de sus páginas la novela me llevará a las intrigas y sucesos extraordinarios que fraguaron el aura negra que envuelve a Felipe II y su hermético reinado. También a los días de gloria tras las jornadas de Lepanto, y al comienzo del declive tras la derrota de la Armada frente a las costas inglesas y el alzamiento de Flandes.

Como protagonistas se sucederán diversos y complejos personajes: la inquietante y sensual Ana de Mendoza, princesa de Éboli, mujer adelantada a su tiempo, meretriz o estratega según quien cuente su historia, Ruy Pérez, su influyente esposo y antagonista del conservador y visceral Duque de Alba, el trastornado y contrahecho Fernando, primer hijo del rey, muerto muy joven y en extrañas circunstancias, don Juan de Austria, el encantador y envidiado hermanastro del monarca, Juan de Escobedo, secretario de don Juan, que murió envenenado víctima de una trama nunca aclarada.

Estos y otros muchos son los personajes de una historia que el cínico, codicioso y brillante Antonio Pérez, el personaje central de la novela, vivió de primera mano hasta su triste final, proscrito y condenado. 

Si quieres, puedes leer cómo empieza y darme tu opinión.

  

            En un sucio callejón de un suburbio de París, allí donde las putas guardan las esquinas y los maleantes las acechan embozados, con la espalda apoyada sobre el pretil de un viejo puente, un hombre rumia sus últimos instantes. El frío le cala los huesos y un dolor amargo le atenaza las entrañas.
De repente oye voces que se acercan hablando un idioma extraño. Son dos rufianes borrachos que se paran y le observan; algo traman. Un golpe seco, una patada, en un brazo, seguida de otra más fuerte; luego le llaman y otra vez cuchichean en voz baja. Uno se agacha y le empuja sin decir nada. Él los ignora, sólo espera a que se vayan, o mejor a que lo maten de una vez ahorrándole tan triste trance.
Uno le palpa en busca de qué robarle. No encuentra nada; qué va a llevar encima una rata. Una mano se desliza por debajo de su ropa y rebuscando va a dar con unos pliegos desgatados. Se los quitan y los miran como quien viera al diablo; son papeles importantes a la vista de cualquiera, también de dos ignorantes. Otra vez hablan y él, ausente, los oye sin inmutarse.
Ahora le tocan la cara, le pellizcan y golpean más bien para comprobar si está más muerto que vivo. Intercambian comentarios; tal vez se apiaden por verlo tan malparado; quizá no piensan sino robarle las calzas. Él no reacciona; ni quiere ni puede hacerlo, sólo desea que se vayan. El dolor le sobreviene está vez algo más fuerte. Es como un torniquete que le aprieta en sus adentros; como un ardiente punzón que se le clava en el vientre. La contorsión se agota en un alarido que espanta a los dos rufianes. Piensan que mejor se marchan.


LOS ALBORES

Valdecañas es un pequeño concejo entre las villas de Pastrana, Alhóndiga y Auñón, en la ribera del Arlés, a los pies del imponente castillo de Los Canes.
Es tierra dura y áspera, de recoletos valles. Allí no veras verdes prados, pero sí bosques de encinas y pequeñas plantaciones de olivares. Por todas partes crece la jara y el tomillo y los álamos se mezclan con los espectaculares sauces.
Aquellos fueron los campos que lo vieron crecer sin el calor y las caricias de una madre, aunque sí de los atentos cuidados de Manuela, la guardesa de la casa, que volcó en el pequeño sus más íntimos sentimientos maternales.
De niño, Antonio pasaba mucho tiempo en compañía de criados. Pocas veces, cuando lo permitía el trabajo, iba a pescar al río con su padre, o a dar largos paseos por el campo, recorriendo a caballo la hacienda o visitando aldeas y mercados.
De su primera instrucción se encargó un viejo párroco que le enseñó las letras y las cuatro reglas matemáticas. Después, viendo su padre que el muchacho aprovechaba, decidió él mismo enseñarle el álgebra, el latín y la gramática.
Cuando apenas contaba diez años, don Gonzalo marchó de viaje y el cuidado del niño no hubo más remedio que encomendarlo a Manuela y los criados, y buscando un preceptor vino don Gonzalo a dar con el bibliotecario de un convento franciscano de la cercana Cifuentes, hombre sabio y cabal que a la sazón era el maestro de la duquesa de Pastrana, hija de los príncipes de Melito, Grandes de España y dueños de media comarca.
Cuando don Gonzalo les pidió el favor, los príncipes no sólo se complacieron y aceptaron de buen grado; como favor especial se ofrecieron a mitigar, en lo posible, la soledad y desamparo del muchacho.
Fue por estas circunstancias que Antonio conoció a Ana, de la que se enamoró nada más cruzar una mirada. Ella, al principio esquiva y distante, protestó la liberalidad de sus padres, más no pasó mucho tiempo antes de que el inicial rechazo se tornara en simpatía y complicidad, al descubrir que aquel chaval desgarbado tenía el don de convertir en aventura la ocasión más rutinaria.
Con Antonio descubrió Ana que en la ribera de río la aguardaban  diversiones insospechadas, cada cual más divertida y excitante, como bañarse en sus remansos en las tardes de verano o cazar ranas y gorriones y robar frutas maduras de alguna huerta cercana.
Para Antonio fue como descubrir un nuevo mundo. Los príncipes, cuyo aprecio y confianza supo ganarse el muchacho, se empeñaron en asistirle y otorgarle toda clase de atenciones. Para evitarle ir y venir andando y a diario desde su casa a palacio, que distaban casi un legua, decidieron cederle de continuo un pequeño dormitorio reservado a los invitados.
Fue así que Ana y Antonio pasaban todo el día juntos, compartiendo, además de preceptor, las rutinas familiares, travesuras y andanzas, alejados, muchas veces, de los ojos complacientes de los príncipes, amenudo ausentes en la corte, ora en Valladolid, ora en Madrid o Toledo, y por tanto alejados de palacio. Entonces los niños se convertían en los auténticos señores de la casa, los mismos que, siendo sobradamente sagaces, supieron conjurarse en no preocupar a los condes.
A menudo, el viejo preceptor disponía excursiones a los parajes cercanos, o se los llevaba al río o a los montes, para enseñarles el nombre y las cualidades de las plantas, las razones de los fenómenos geográficos, y cuantas maravillas la naturaleza desplegaba para engendrar y multiplicar belleza por todas partes. Entre los parajes más visitados destacaban las ruinas del castillo calatravo de Los Canes, en Zorita, al que ascendían por el sinuoso y empinado caminillo ya en desuso que, entre un frondoso bosque de encinas, se encarama hasta la cima sorteando matorrales. Allí, entre aquellas gloriosas murallas que presenciaron mil sucesos y batallas, el viejo preceptor les hablaba de las hazañas que habían hecho grandes a los Grandes, de los enlaces y desencuentros que fraguan la historia de España, y de cómo se gestaron las familias principales y los más altos linajes. Con atención y deleite, los niños escuchaban aquellos vivos relatos, y al hacerlo aprendían más deprisa de como el clérigo creía alcanzar a enseñarles.
Con la precoz inteligencia que la caracterizaba, cuando marchaban al campo, Ana disponía que los criados añadieran a las viandas una buena jarra del vino aragonés que tanto gustaba al fraile, sabedora como era de su afición a beber más de lo aconsejable, para sucumbir después al sopor, en largas siestas, a la plácida sombra de algún árbol.
Entonces Antonio y Ana se perdían entre los matorrales. De Ana recibió Antonio el primer beso y con éste la sensación más dulce y placentera que jamás había soñado: el sabor fresco y jugoso de los labios de la niña, y la procacidad de su pequeña lengua rebuscando jugetona entre sus dientes. A resguardo del bochorno de una tarde de verano, arrebujados en los huecos de un gran sauce, por primera vez sus manos, sumergidos bajo la ropa, abrazaron la estrecha cintura de la muchacha, y palparon curiosas y excitadas la cálida tersura de su piel y de sus pechos pequeños.
Esos juegos se hicieron cada vez más atrevidos, frecuentes y espontáneos; también más expertos y, por consiguiente, osados y placenteros. Dejaron de ser casuales y ahora se repetían como un premeditado y gozoso ritual al que los niños se entregaban en los graneros y pajares, donde al principio y a resguardo de la curiosidad de los criados ocultaban su secreto. Después en la propia alcoba de Ana en el mismísimo palacio, o furtivos en cualquier rincón de la casa donde el deseo los llamara, tal era el ansia con que los jóvenes se entregaban a aquel inesperado regalo de placer inagotable, del que acabaron por degustar y apurar todas sus mieles.
Para Antonio aquellos años transcurrieron como la etapa más feliz y satisfecha que jamás hubiera sospechado, disfrutando sensaciones que otros niños de su edad ni siquiera imaginaban. De igual modo disfrutaba la muchacha, inmersa en un mundo de placeres del que nadie nunca jamás le había hablado y, sin embargo, allí estaba, al alcance de su mano y obediente a sus deseos, encarnado en aquel muchacho ahora más alto y apuesto, que la estrechaba con vigor entre sus brazos.

Mas, inteligentes y avisados como eran, ambos sabían que aquella dulce relación algún día habría de doblegarse a lo que el destino de dos cunas tan distintas les tuviera reservado. Antonio, al fin y al cabo, no era más que el hijo de un alto funcionario, mientras que Ana era la hermosa promogénita de una muy noble familia castellana. Más pronto que tarde tan distinta condición habría de jugar sus cartas, y contra aquellos designios apenas podrían hacer nada.

sábado, 7 de junio de 2014

A Manuel no le gustaban las despedidas ni los recibimientos





—EGO TE ABSOLVO

Andrés Vicente



I
A Manuel no le gustaban las despedidas ni los recibimientos. Por eso, cuando marchaba de viaje nunca se dejaba acompañar a la estación del tren o al aeropuerto, ni a su regreso esperaba que alguien viniera a recibirlo. De Isabel y las niñas se despedía como un día cualquiera en el que hubiera de regresar, unas pocas horas más tarde, para la cena o el almuerzo. Como otras veces, aquél miércoles, 18 de octubre de 2012, en el instante en que su avión comenzó a rodar por la pista después de tomar tierra, sintió alivio por haber finalizado bien el vuelo, y se recostó satisfecho sobre el respaldo del asiento, feliz porque enseguida estaría en casa.
Sin embargo, una vez abandonó el avión, enfrascado, otra vez, en los planes y tribulaciones en que andaba envuelto, Manuel olvidó el ritual que siempre repetía apenas pisar el mármol del edificio de la terminal del aeropuerto: llamar a casa para escuchar la voz de bienvenida de su esposa o de alguna de sus hijas. Después de despedirse de su ocasional compañero de viaje, con el que, durante las tres horas de vuelo, apenas había cruzado unas palabras, atravesó deprisa las salas y corredores de la terminal en busca de la puerta de salida, cruzó sorteando la cola de taxis que se apelotonaban a la espera de pasajeros, abonó el importe por tres días de estacionamiento, y descendió apresurado los dos tramos de las escaleras mecánicas que llevaban a la planta inferior del parking.
Tres días antes había dejado su automóvil al otro extremo de la rampa de salida, por lo que ahora le tocaba caminar un buen trecho hasta encontrarlo. A esa hora de la tarde, la inmensa planta inferior del aparcamiento estaba casi vacía, lo que acrecentaba la sensación de espacio y amplificaba el sonido cadencioso de sus pasos, y el rumrum monótono de su maleta rodando sobre el pulido asfaltado del suelo.
Conforme caminaba, a su frente, le llamó la atención la presencia de un hombre alto, delgado y de aspecto desgarbado, que llevaba una gabardina oscura a la que le sobraban varias tallas, cuya apariencia le resultaba a la vez familiar y estrafalaria. Sobre la cabeza llevaba un sombrero de alas anchas y caídas que ocultaban los rasgos de su rostro. Manuel apartó la mirada para evitarlo, preguntándose para sus adentros qué podría estar haciendo aquel hombre de tan inquietante aspecto, inmóvil como una estatua y mirando a la nada en mitad del aparcamiento desierto.
Instintivamente aceleró el paso y apretó con fuerza el maletín que agarraba con su mano izquierda. Un resorte interior le advirtió de que algo no encajaba, y una sensación de nervioso acaloramiento le ruborizó los pómulos y erizó el vello.
Sin embargo, sus temores parecieron infundados. Al pasar a su lado, el hombre no le prestó la menor atención y permaneció inmóvil en su enigmática ausencia, como plantado en el asfalto. “Me estoy volviendo paranoico”, pensó Manuel esbozando una sonrisa, mientras recorría a pasos largos los últimos cincuenta metros que apenas le separaban del coche. Al llegar a donde estaba aparcado dejó a un lado la maleta, deslizó el dedo índice sobre el cristal y observó que arrastraba una película grisácea, de polvo acumulado, de la que se deshizo frotándose los dedos; después introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y extrajo una llave gruesa en la que pulsó un botón, que al instante provocó un clic, y la repetición de dos destellos acompasados de los intermitentes.
Estaba acercando su mano a la manija para abrir la puerta, cuando otro clic, este más perceptible y metálico, sonó nítido a sus espaldas. En un acto reflejo se volvió y pudo ver al mismo hombre con el que se había cruzado apenas unos segundos antes. Sin que se hubiera percatado, aquél tipo le había seguido y ahora se encontraba observándole a unos diez metros de distancia. Manuel tardó un segundo en comprender qué significó aquel gesto con el que parecía que le señalaba con un dedo. Cuando supo lo que estaba sucediendo ya era demasiado tarde, sonó una especie de zumbido sordo y apagado y notó un golpe seco en el pecho. Devolvió la mirada al hombre que le había disparado y al momento volvió a repetirse el mismo sonido e idéntica sensación, otro impacto efímero y sutil, muy cerca del primero, indoloro en el primer instante, pero enormemente perturbador sólo un par de segundos más tarde. De pronto sintió que no podía respirar y que las piernas se negaban a sostenerle. Sin que su mente lo ordenara, su mano derecha se dirigió a donde había recibido los dos golpes; al observarla, atónito e incrédulo, la vio manchada de un líquido cálido, viscoso y rojo intenso. En un instante la chaqueta y la camisa se empaparon de la sangre que se le escapaba a borbotones del pecho. Todo eso percibió Manuel en una fracción intemporal que le pareció a la vez breve y eterna; un instante en el que desaparecideron los sonidos y se detuvieron el tiempo y el movimiento; una extraña situación que parecía que se estaba recreando en un mal sueño. Sintió nauseas y frío y calor al mismo tiempo, la visión se le nubló y un sudor helado y nauseabundo le avisó, con insolente certeza, de que la vida se le estaba escapando sin remedio. Entonces se desplomó como un fardo y cayó golpeándose violentamente la cabeza contra el suelo. Quedó tumbado en una postura incongruente: las piernas contraídas y entreabiertas, un brazo extendido y el otro a la espalda aprisionado por el peso de su propio cuerpo.

Inmóvil en el suelo pudo advertir cómo alguien se acercaba; fue sólo una sutil percepción, pues ya no podía ver ni escuchar nada, ni tampoco razonar o hilvanar un pensamiento, sólo sentir irreflexivamente. Apenas un segundo después perdió por completo la conciencia de sí mismo, y la nada absoluta sustituyó para siempre a su existencia.